Sabemos que Dios es Misericordioso. Y la Misericordia de Dios necesita miserias que quemar. Por eso no nos descorazonemos cuando caemos en pecados más o menos graves, sino alegrémonos porque entonces Dios tendrá el gran gozo de perdonarnos y destruir nuestros pecados con su infinita Misericordia.
Suele sucedernos que cuando cometemos un pecado, enseguida nos desalentamos y perturbamos. Pero en lugar de hacer esto, tenemos que ir corriendo a los brazos de Jesús y decirle que lo amamos, es decir, hacer un acto de amor, como por ejemplo pronunciar: “Jesús, María, os amo, salvad las almas”.
Porque debemos saber que el demonio, luego de incitarnos al pecado, quiere que perdamos la confianza en Dios, y trata de desalentarnos y desesperarnos, y en este estado de turbación nos convertimos en presas fáciles para él, que así puede llevarnos a nuevos pecados y al desánimo y la desesperanza.
Entonces tratemos de no pecar. Pero si pecamos, no nos quedemos lamentándonos de lo que hicimos, sino arrojémonos al Corazón de Jesús y digámosle que lo amamos con todo el corazón, y Él pasará su mano sobre nuestra alma y destruirá el pecado. Y si hemos pecado gravemente hagamos lo mismo, sólo que después vayamos al sacerdote y confesemos nuestro pecado para obtener el perdón completo del Señor.
Si hacemos así, el demonio quedará confundido y nosotros adelantaremos en virtud y en amor de Dios. Porque no hay nada más útil y bueno que amar a Dios con todo el ser, a pesar de nuestras imperfecciones y pecados.
No permitamos que entre en nosotros la duda, la turbación y la inquietud, sino siempre conservemos la paz, signo de Dios, aún después de las culpas.
La confianza en Dios es de capital importancia en nuestra vida cristiana. Sin esta confianza, seremos fáciles presas del Mal.